Cristóbal Joannon

Santiago 1974

Poeta y ensayista chileno. Nació en Santiago en 1974. Estudió Filosofía y Teoría de la Argumentación. En poesía ha publicado Tabula
rasa (2005), Sumario (2011) y Contra Mosco (2016), y en ensayo los libros No soy de ningún de equipo (2014), Sobre mi cadáver (2019). Ha traducido a Philip Larkin, Guy Davenport y W. H. Auden.

noche de verano

Mensajes incomprensibles en onda corta,
canciones escuchadas en receptores sin antena,
llamadas de socorro desde una ciudad sitiada,
palabras entrecortadas de un radioaficionado.
Mientras arriba las estrellas colapsan
lejos de cualquier telescopio
y los ojos proyectan líneas
entre las constelaciones descifrando nombres
de mujeres que no usan ropa interior.
Nosotros sabemos que nada de esto durará,
apenas una lluvia que apagará estas brasas
y borrará la huella momentánea
de nuestras cabezas sobre el pasto.

embajadas

Esos inmuebles de la era industrial, cuya tristeza
sólo se disputan nuestros complejos turísticos
donde mandos medios emergentes practican su derecho
al sano esparcimiento —pues la clase obrera
ya obtuvo el premio superlativo de un Don Francisco
cada sábado en la tarde familiar—, esos inmuebles,
bien digo, son el bastión que Chile entero necesita.
Sus jardines: de un verdor esmaltado propio de estilistas.
Nos señalan que ahí el árbol de la vida se despliega,
imperceptible, mientras centauros, efebos y ágiles pastores
perpetran rondas al son de la vihuela. Enternece el corazón
observar la marcha blanca de los plátanos orientales
cuando la primavera ha decidido quedarse entre nosotros.
Se diría que cisnes y faisanes establecieron aquí
su reino ingrávido, lejos de los clavecines de la lluvia
que las estaciones frías reparten con descuido.
Algo así merece este país aún en la edad del hierro,
exprimido, con todo respeto, por una sarta de moscas muertas
adiestradas afortunadamente en la anulación de los instintos.
Consideremos sus predios forestales quemados por la sal
o aquellos peladeros donde sólo Dios madruga. El cariño
del público nunca ha estado a la altura de las circunstancias.
Algún día el come y calla de nuestra situación insular
será discutido en sesiones plenarias sobre la autoestima.
Pasemos. Quienes hayan visitado Londinium Britannia
perdiéndose en la vida privada de sus blurred labyrinths
sabrán apreciar el gusto riguroso de los dueños; la luz,
como una oveja recién lavada, cae sobre bustos y retratos.
Este es Richard Porson, el de allá es Bernard Grenfell,
instruidos caballeros a la espera de su monumento ecuestre.
Hasta en el solemne Pireo hubiesen envidiado estas reliquias,
pruebas fidedignas de que no somos tan mal hechos.
Numerosos desarreglos políticos aquí fueron encauzados;
el juicio de la historia lo recordará al repartir sus galardones.
Para no ir más lejos, en esta mesa se resolvió en quince minutos
la situación de Haití. Hubo un llamado urgente a la cordura.
Jueces de reconocida trayectoria levantaron la voz, molestos,
y los cascos azules impusieron un orden duradero: rescataron
a los niños y a las viudas, repartieron insumos desde el aire.
Sobre la manera en que los cuerpos de paz barrieron la isla
mejor no entremos en detalles —para qué amargarse ahora.
Antes de retirarnos de los salones y sus respectivas ansiedades
admiremos en las ventanas el movimiento espontáneo de las nubes.
En algunas horas ellas serán agua o viento que se aleja,
hacia otros valles, hacia otras costas cercadas por el mar.